"México en 2024" | Relato de mi autoría
(Basado en la obra "México en 1554" de Francisco Cervantes de Salazar).
Debo traer a la razón la calle Tacuba, cuyo gran ruido me mantenía con la mirada en esas bestias infernales que insensatamente pasaban por la mitad de la calle. Las pisadas se apresuraban sobre las piedras negras. Aquel bullicio seguía aturdiendo los oídos… no era igual a aquel que recordaba. Siguiendo el camino hacia el convento de San Agustín encontré una calle entre dos palacios propincuos el uno del otro, el cual el mayor de estos estaba adornado en su esquina con una serpiente alada que era el primer indicio del infierno que me aguardaba. Láminas translúcidas colgaban de columnas de metal a más allá de la altura de la cabeza. Rodeado de ilusiones que tenían forma de libros diminutos, mi camino era interrumpido por varones y damas que no pertenecían a estas tierras. Hice carrera mientras mis ojos húmidos buscaban algún indicio a lo lejos de la otra ciudad vecina… no podía, era como si la ciudad me exigiera mirar atentamente tan solo unos palmos de la frente.
Resultó imposible hasta que Eufrosine se topó con Afrodita y me encontré en la plaza sin compás más grande que nunca. ¡Dios mío! ¡Cuan plana y extensa! ¡qué alegre! ¡qué adornada de altos y soberbios edificios! ¡qué regularidad! ¡qué belleza! En verdad si quitasen de en medio aquella asta gigante podría caber en ella un ejército entero. ¿¡Qué era aquello!? Una bandera ondeante de tres colores se perfilaba en los cielos. Los palacios eran coronados con la mesma insignia de victoria. ¿Quiénes eran aquellos invasores? El águila con la serpiente siendo desgarrada encima de una planta me dio la pista que me aterrorizaba: se habrán revelado y vencido aquellos indios. Tan mal trabajo estaban realizando aquellas sabandijas que no había ni la mitad de comerciantes que recuerdo. La plaza ilustre se volvió cautiva del hierro con sus altas murallas y una clase de instrumentos que llegaban a la altura del pecho. Para la cura de algunos de mis pesares, el palacio real seguía teniendo aquella majestuosidad regia admirada, pero ¿qué sucedería detrás de aquellas murallas negras? ¿Seguirían los portales bajos llenos de compradores en las almonedas públicas? ¿Acudirán los litigantes, agentes de negocio y escribanos corriendo a la gran audiencia? ¿Por qué no surgía de aquellas calles amplias algún caballo de extensa hermosura que acostumbra esta tierra? ¿Qué era esto? ¿Qué era aquello? ¿Era una clase de castigo divino por soberbia? Corrí con todas mis fuerzas hacía mi destino real… estaba en busca de la ayuda de Dios, pero me encontré nuevamente ante el hado cruel. Cerrado. ¿Cómo aquella heroica empresa realizada por Cortés había caído en las manos de aquellos indios que daban bocanadas de bestia moribunda? En ese momento Dios volvió a protegerme en su manto santísimo y recordé la construcción donde solía estar la modesta catedral a la Virgen María de esta noble y muy leal ciudad, corrí sin mayor reparo hacía ella y al momento de pararme enfrente pude entenderlo: la catedral ahora era digna de ser llamada como tal. Se había convertido en una construcción majestuosamente enorme, suntuosa y preciosamente adornada. Pero aquello, aquello seguía ahí, el águila devorando mis esperanzas. ¿Cómo se atrevían? ¿Y en la mismísima casa de Dios? No me detuve en más cavilaciones y sentía la necesidad de correr directamente al Palacio Arzobispal, ya que si los templos seguían intactos eso era motivo necesario para creer que la razón gobernaba a los mexicanos sobre sus falsos dioses. Fortuna con impredecible movimiento me puso de cabeza cuando llegando a mi destino estaban completamente cerradas las puertas de mi salvación. Ecce nova Facio Omnia. Derrame, en ese momento, por los ojos el alma convertida en llanto amargo.
El flujo corriente de los pensamientos, en este punto, era imposible de relatar. Las calles me expulsaban y recordaban que yo era un extraño en esta tierra. El convento de Santo Domingo me dio la bienvenida como los otros recintos: cerrado para esta alma en pena. Convencido en este punto de que la tierra lo habitaban demonios, empecé a perderme aún más ¿Dónde están aquellos magníficos acueductos que abastecían de agua a la ciudad? ¿Qué sería de aquel bello bosque que con su agua cristalina calmaba la sed de los habitantes? Estoy seguro de que se me secó el cerebro porque simplemente corrí hacía donde las piernas daban sustento. Los demonios me parecían horrendos: blancos, negros y nativos. ¿Qué más mal me podía esperar? No quisiera hacer más larga esta carta, pero solo decirle que cuando mi conciencia volvió, estaba en el convento de San Francisco: derrotado y desmembrado como aquel templo que ahora venera a una imagen que antes se atrevían a negar.
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